3.6.05

Biznikke invitado

Este post esta escrito por Agus, quien no tiene blog pero es un visitante regular de este y unos cuantos mas. Por Msn solemos tener charlas dignas de un post, pero no logramos convencerlo. Aquí una historia escrita por él y salida justamente de eso, de una charla. Coméntenle


Era 1º de junio. Atravesaba el gris volumen de la ciudad de buenos aires cuando el caótico movimiento de sus transeúntes me puso ante él. Una señora vestida toda de negro, de edad muy avanzada me chocó de costado haciéndome entrar en el kiosco de Florida y Lavalle. Ante mi, el orden único de un mostrador de golosinas; y en el centro del mismo, destruyéndolo por completo, un biznikke nevado. Saqué al instante de mi bolsillo una moneda que intercambié por él. Saliendo a la calle recordé mi choque con aquella anciana, busque entre la multitud y la encontré a mitad de cuadra. Me miró, se sonrió y desapareció entre la masa. No tuve la necesidad de buscarla para que me explique, nunca tuve una certeza como aquella: en mi bolsillo se encontraba el último biznikke del universo.
Caminé las 5 cuadras que me separaban de la oficina invadido por un sentimiento de felicidad que nunca antes había experimentado pero al momento de abrirlo surgió el dilema: ¿terminaría con esa inmensa felicidad a cambio de un simple chocolate?. Decidí que sería absurdo hacerlo, con lo que lo guardé como un tesoro.
El caso es que con el transcurrir de las horas me iba sintiendo cada vez más infeliz. Cada mirada a ese grotesco envoltorio celeste y blanco drenaba con lo manguera mas fina mi sentimiento de plenitud. Así, antes que la historia se transformase en una de Paulo Cohelo, decidí comérmelo de un solo bocado.
La sensación que experimenté, lejos del éxtasis definitivo que presagiaba la situación, fue el del peor gusto que haya saboreado jamás. Lamento no poder dar aquí una descripción precisa de su sabor.
Escupí todo groseramente en el papelero ante la mirada atónita de mis compañeros. El estado de semiconsciencia en que me encontré fue interrumpido por el mismo envoltorio grotesco que disparó mi tribulación. En uno de sus rincones, un sobreimpreso en tinta de máquina de escribir rezaba: “vencimiento: 31 de mayo”. Allí supe para siempre que sería un hombre triste.



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